Mi primer vuelo en avión
Muy buenas a todos. Me he estado haciendo un poco el remolón estos días y hasta ahora la pereza me había vencido a la hora de ponerme a escribir un post :P. Además, este fin de semana estuve por Granada haciendo la mudanza a mi nuevo piso y demás, por lo que he estado completamente desconectado de Internet desde el jueves pasado. Bueno, eso no es excusa, podía haber escrito antes... En cualquier caso, "más vale tarde que nunca" ;P.
Ya han pasado más de dos semanas desde mi viaje a París. Sólo estuvimos 5 días en la ciudad, pero hicimos de todo. Nos encontramos con un montón de gente extranjera (extranjera de Francia, es decir, españoles, americanos -del norte y del sur-, ingleses...) y la mayoría de ellos se quedaban en Francia durante un par de días, muchos de ellos porque estaban haciendo el Interrail por Europa. Visto así, 5 días en París no es poca cosa...
El 5 de julio llegamos al aeropuerto de Beauvais, a 80 km de París, a las 7:45. ¡Llegamos con 10 minutos de antelación! Era la primera vez que montaba en avión y jamás pensé que pudiéramos llegar antes de la hora prevista a nuestro destino. Al parecer, esta asombrosa puntualidad es habitual en RyanAir, la compañía con que volamos; no en vano, se trata de la compañía com mayor índice de puntualidad del mundo (un 90% de los vuelos según dicen). Además, el billete de avión nos salió bastante barato (lo compramos con 1 mes de antelación): 90 euros ida y vuelta a París en pleno mes de Julio. No está nada mal.
La única pega era que el vuelo salía de Madrid a las 6 de la mañana, con lo que tuvimos que estar 4 horas tirados en el aeropuerto esperando a que saliera el avión. De todos modos, lo más pesado era el viaje de ida a Madrid. Salimos de Málaga el 4 de julio a las 18:15 y seis horas y pico después, a las 00:30 llegamos a la estación de autobuses de Madrid... Después tuvimos que coger el metro que nos llevaba al aeropuerto antes de que lo cerraran a las 2:00. En principio teníamos tiempo, pero no contábamos con que había que atravesar todo Madrid para llegar. Al final llegamos a Barajas a la 1:30. El metro nos dejó en la Terminal 3 y tuvimos que recorrer andando las 3 terminales hasta llegar a la T1... ¡menos mal que había cintas transportadoras!
Hasta las 4 no empezaban a facturar por lo que teníamos que esperar 2 horas en mitad del aeropuerto sin hacer nada. Lo bueno es que éramos los segundos de la cola y a las 4, en cuanto abrieron los mostradores, fuimos de los primeros en facturar nuestro gran equipaje compuesto de 1 sola mochila llena de comida enlatada y/o deshidratada, así como de nuestras bolsas de aseo. Ciertamente, ha sido el viaje con menos equipaje que he hecho en mi vida. Cada uno llevaba su propia mochila con algo de ropa y poco más; más luego, a parte, la mochila común que facturamos.
Tras facturar, estuvimos 1 hora y media más esperando dentro del Duty Free del aeropuerto hasta que pudimos entrar al avión entre los primeros pasajeros para así coger un buen sitio en el mismo. Es lo que tienen los vuelos baratos: no puedes elegir sitio. De todos modos, sigue mereciendo la pena.
Nos sentamos al fondo del avión. Todo parecía de juguete. Los asientos eran más cómodos que los de un autobús, aunque imagino que no tanto como los de un vuelo comercial normal... En cualquier caso, eso era lo que menos me preocupaba. Nada más entrar en el avión estaba con los nervios a flor de piel. Era mi primer vuelo y no paraba de imaginarme lo peor: seguro que pasa algo, nos estrellamos y morimos todos. Mis amigos me dijeron que tu primer despegue era decisivo: si te gustaba, perfecto; si no te gustaba, jamás te volverá a gustar despegar en un avión. "Yo ya casi ni me doy cuenta", me decía uno de ellos. Y allí estaba yo, nervioso perdido, sentado en mi sitio junto a la ventana.
En poco tiempo todo el avión se llenó de pasajeros y cerraron las puertas. Las azafatas (y azafatos) se pusieron a lo largo del avión para explicar las medidas de seguridad en caso de despresurización o de aterrizaje de emergencia. Esto no hizo más que aumentar mi nerviosismo y los carteles con las instrucciones para situaciones de
emergencia que había en frente de cada asiento no ayudaban a paliar esa sensación.
Poco después, el avión comenzó a moverse. Los móviles, apagados. La luz del cinturón
de seguridad estaba encendida y los azafatos revisaron que todo el mundo lo llevaba bien abrochado. Mis nervios se mantenían constantes y no dejaba de hacer mis oraciones mientras el avión realizaba un paseo por las pistas del aeropuerto. "¿Pero cuando vamos a despegar?", me preguntaba. Cada vez que el avión recorría la pista en línea recta me decía a mí mismo: "Ahora es el momento: estamos a punto de despegar." ¡Qué equivocado estaba! Cuando ya me había acostumbrado a ese paseíto por las pistas, el avión dió un giro de 180º. Comenzó a marchar hacia delante y, de repente, dió un acelerón que me pegó al asiente. ¡Ahora sí! ¡Ya íbamos a despegar! En ese momento comprendí que eso no tenía que ver con el paseíto que dimos antes. Notaba perfectamente la potencia del motor y de cómo nos empujaba a todos nosotros hacia delante. El ruido que se escuchaba era bastante mayor y cada vez acelerábamos más y más. En ese punto, todos los nervios que había acumulado hasta el momento se fueron de golpe. Estaba eufórico por sentir aquel despliegue de potencia y energía. Estaba atento al 100% de todo lo que pasaba y todavía no habíamos despegado. Entonces, noté cómo las ruedas delanteras comenzaban a elevarse. ¡Ya casi estábamos en el aire! 3 segundos después, las ruedas traseras se despegaron del suelo. ¡Estábamos volando! La sensación era increíble. No podía estar más excitado. Sentía cómo la fuerza del avión que nos elevaba por los aires al tiempo que por mi ventana veía las luces de la ciudad allí abajo, haciéndose cada vez más pequeñas y distantes.
Estaba todo oscuro, ¡eran las 6 de la mañana! Pero al fondo, el cielo se estaba iluminando; estaba amaneciendo sobre Madrid. La escena era preciosa: miles de luces de la ciudad por debajo mía, el amanecer justo en frente y el avión elevándose con todo su poder sobre la ciudad. "Todavía no hemos atravesado la troposfera", me decía. Hasta que no la atravesáramos el avión no se estabilizaría y las posibilidades de estrellarse todavía seguían siendo altas. "Seguro que volamos un poco y nos estrellamos justo después de despegar. ¡No sería la primera vez que pasara!", no podía evitar pensar en lo peor. Así todo, ni siquiera esa leve sensación de temor me quitaban la emoción: ¡me lo estaba pasando genial!
No había dormido en toda la noche y tenía bastante sueño, sin embargo, la emoción del momento me impedían dormir. Mis amigos se quedaron durmiendo poco después de despegar, pero yo era incapaz de hacerlo mientras me deleitaba con el paisaje que se veía desde el avión. Todo se veía como en el Google Earth, pero diractamente a través de mis propios ojos. Hacía una buena mañana en Madrid y el cielo estaba despejado, con lo que el panorama era estupendo. Finalmente alcanzamos la altura de vuelo, ¡11 kilómetros de altitud! Y yo no podía estar más feliz. Estaba volando por primera vez en mi vida en avión y la experiencia fue inolvidable. La sensación de estar en una cámara presurizada rodeada de aire a baja presión era batante emocionante. A tan solo unos centímetros de mi mano apoyada en el cristal de la ventana estaba el cuasi-vacío de la estratosfera. Y mientras los casi 200 pasajeros tan tranquilos durmiendo y descansando en el avión con rumbo a París.
En cierto momento, llegamos hasta el mar. Vi cómo dejabamos la tierra atrás y empezábamos a sobrevolar por el Oceáno Atlántico. Era más aburrido que sobrevolar la tierra firme, porque siempre se veía lo mismo, pero la idea de estar volando por encima del mar, me resultaba muy emocionante. Durante su travesía por el mar, la trayectoria recta del avión se vió alterada por un leve giro que no redireccionó hacia nuestro destino final: el aeropuerto de Beauvais. De nuevo, regresamos al continente, pero esta vez una densa capa de nubes lo cubría todo. Francia estaba nublada. Esto también era bastante aburrido, pero la idea de estar por encima de las nubes pasando olímpicamente del mal tiempo, me gustaba mucho. Al poco tiempo, el comandante de la aeronave se dirigió a los pasajeros. Nos comentó que había llegado el momento de descender para aterrizar en nuestro destino y que la hora estimada de llegada iba a ser antes de lo previsto. Nos informó del estado del tiempo en Beauvais (nublado y a punto de llover) y nos reconfortó comentándonos que en París el tiempo no era tan malo como allí (muy majo el tío). Poco después el morro del avión se inclinó hacia abajo: comenzábamos el descenso.
Durante el vuelo había estado muy tranquilito, pero ahora faltaba el aterrizaje, que era el otro momento crítico junto con el despegue. De nuevo las ideas de fatalidad inundaban mi mente. "Seguro que al aterrizar algo falla y también nos estrellamos. Sólo espera a que empecemos a atravesar las nubes". En realidad, cuando empezamos a atravesar la densa capa de nubes que lo cubría todo me asusté un poco, puesto que el avión hizo algunas turbulencias que provocaron altibajos en la trayectoria del mismo. No estaba acostumbrado a estas cosas y no sabía si esto era normal, pero al ver la tranquilidad de todos los pasajeros, el susto se me pasó y empecé a disfrutar realemente del descenso. Me encantaba la idea de atravesar la capa de nubes. Me fijaba en como el ala del avión las iba rozando poco a poco mientras nos acercábamos más y más. De vez en cuando el avión daba algunos giros para corregir la trayectoria. Estos giros me gustaban mucho. Eran tan suaves... Nada que ver con los coches o los autobuses. Cuando circulas en carretera, los movimientos son siempre muy pronunciados y te mueves mucho, sin embargo, en el avión los movimientos son muy suaves... Es muy agradable.
De repente, las nubes que envolvían todo el avión comenzaron a deshacerse. Las dejamos por arriba nuestra y por fin pude divisar desde el avión el suelo de Francia. Esta era la primera vez que volaba tan bajo de día. En el despegue todavía era de noche, por lo que lo único que veía eran las luces de la calle. Ahora podía observa con claridad todos los detalles del territorio. Sobrevolábamos por unos campos de cultivo intercalados por carreteras en las que se podían apreciar los vehículos en movimiento. Era como en el videojuego Sim City, pero de verdad. No lucía el sol, pues estaba nublado y todo se veía gris. No llovía, pero todo estaba húmedo pues seguramente habría llovido hace poco. Desde la perspectiva de mi pequeña ventana no podía adivinar dónde se encontraba el aeropuerto. Me estaba preocupando, ya que llevábamos 10 minutos sobrevolando aquella zona y todavía no se veía la pista de aterrizaje. "¿Se habrá perdido el piloto con tantas nubes y ahora se ha dado cuenta de que el aeropuerto está demasiado lejos?", pensaba. Unos minutos después, el avión comenzó a acercarse de nuevo a tierra. Ya estábamos llegando. Por fin pude ver la pista del aeropuerto, el avión estaba a punto de aterrizar. "Este es el momento más delicado. Espero que todo salga bien.", me decía a mí mismo. Y allí estábamos sobre la pista, muy muy cerquita del suelo. "Estamos a punto de tocar tierra, pero ¡vamos muy rápido!". Con una fuerza increíble, las ruedas tocaron la pista y el avión hizo un aterrizaje perfecto a una velocidad que desde mi inexperiencia me pareció bastante alta. Lógicamente, esa velocidad era la habitual en todo aterrizaje comercial, sin embargo me sorprendió la fuerza con que ésta se producía. Acto seguido, el avión comenzó frenar bruscamente. No tan brusco como frena un coche, todo era mucho más suave. Sin embargo, sí que era lo suficientemente brusco como para darte cuenta de que no sólo era debido al rozamiento con el suelo, sino que había más fuerzas implicadas. Como la de las alas del avión, que habían levantado sus alerones al máximo para oponer la mayor resistencia al viento.
Y al fin llegamos a Beauvais. Justo cuando llegamos, sonó el sonido de una trompeta triunfal por los altavoces del avión, y como habíamos llegado con 10 minutos de antelación, se enorgulleceron de anunciar que RyanAir era la compañía más puntual del mercado y que estos 10 minutos de antelación no eran pura casualidad. Esto me hizo mucha gracias.
Beauvais es un aeropuerto muy pequeño. Se dice que es el 3º de París después del de Charles de Gaule y del de Orly (que son bastante más grandes y están mucho más cerca de la ciudad), aunque en realidad, Beauvais es el más antiguo de los tres. En cualquier caso, después de haber estada en Barajas con sus instalaciones y terminales inmensas, Beauvais nos parecía una broma. Para empezar, para salir del avión pusieron unas escaleritas desde las puertas del mismo para que bajáramos a la propia pista y fueramos caminando por ella hasta la terminal. Todo lo contrario que en Madrid, donde se accedía al avión a través de una pasarela. Nosotros, que íbamos con ropa de verano (nunca llegamos a imaginar que haría tanto frío por allí), nos quedamos helados durante el breve trayecto al descubierto.
Y llegamos a la terminal. En una sala relativamente pequeña, todos los psajeros del avión estuvimos esperando ante la única cinta transportadora a que apareciera nuestro equipaje por allí. No tardó mucho en aparecer. De momento, la mayoría de la gente que había por allí hablaba en español, pero ¡estábamos en Francia! Todos los carteles en francés, los operarios del aeropuerto hablando en otro idioma... Sin darme cuenta, había entrado en un país distinto. Y no poco a poco, como suele pasar en las regiones fronterizas en las que ambos lados se influyen el uno al otro, sino de golpe, como quien no quiere la cosa. Me encontrabá allí, en mitad de Francia. Fue una sensación bastante curiosa.
Tras coger el equipaje, salimos de aquella sala y nos dirigimos hacia otro autobús más. Habíamos llegado a Francia, pero todavía quedaban un par de horitas antes de llegar a París. Por suerte, no tuvimos que esperar colas para coger nuestro billete de autobús, ya que lo sacamos por Internet dos días antes. Así que, pudimos pasar directamente. Y allí estábamos. En mitad de un aeropuerto minúsculo esperando a que el autobús nos llevara hacia nuestro destino final, PARÍS.
Ya han pasado más de dos semanas desde mi viaje a París. Sólo estuvimos 5 días en la ciudad, pero hicimos de todo. Nos encontramos con un montón de gente extranjera (extranjera de Francia, es decir, españoles, americanos -del norte y del sur-, ingleses...) y la mayoría de ellos se quedaban en Francia durante un par de días, muchos de ellos porque estaban haciendo el Interrail por Europa. Visto así, 5 días en París no es poca cosa...
El 5 de julio llegamos al aeropuerto de Beauvais, a 80 km de París, a las 7:45. ¡Llegamos con 10 minutos de antelación! Era la primera vez que montaba en avión y jamás pensé que pudiéramos llegar antes de la hora prevista a nuestro destino. Al parecer, esta asombrosa puntualidad es habitual en RyanAir, la compañía con que volamos; no en vano, se trata de la compañía com mayor índice de puntualidad del mundo (un 90% de los vuelos según dicen). Además, el billete de avión nos salió bastante barato (lo compramos con 1 mes de antelación): 90 euros ida y vuelta a París en pleno mes de Julio. No está nada mal.
La única pega era que el vuelo salía de Madrid a las 6 de la mañana, con lo que tuvimos que estar 4 horas tirados en el aeropuerto esperando a que saliera el avión. De todos modos, lo más pesado era el viaje de ida a Madrid. Salimos de Málaga el 4 de julio a las 18:15 y seis horas y pico después, a las 00:30 llegamos a la estación de autobuses de Madrid... Después tuvimos que coger el metro que nos llevaba al aeropuerto antes de que lo cerraran a las 2:00. En principio teníamos tiempo, pero no contábamos con que había que atravesar todo Madrid para llegar. Al final llegamos a Barajas a la 1:30. El metro nos dejó en la Terminal 3 y tuvimos que recorrer andando las 3 terminales hasta llegar a la T1... ¡menos mal que había cintas transportadoras!
Hasta las 4 no empezaban a facturar por lo que teníamos que esperar 2 horas en mitad del aeropuerto sin hacer nada. Lo bueno es que éramos los segundos de la cola y a las 4, en cuanto abrieron los mostradores, fuimos de los primeros en facturar nuestro gran equipaje compuesto de 1 sola mochila llena de comida enlatada y/o deshidratada, así como de nuestras bolsas de aseo. Ciertamente, ha sido el viaje con menos equipaje que he hecho en mi vida. Cada uno llevaba su propia mochila con algo de ropa y poco más; más luego, a parte, la mochila común que facturamos.
Tras facturar, estuvimos 1 hora y media más esperando dentro del Duty Free del aeropuerto hasta que pudimos entrar al avión entre los primeros pasajeros para así coger un buen sitio en el mismo. Es lo que tienen los vuelos baratos: no puedes elegir sitio. De todos modos, sigue mereciendo la pena.
Nos sentamos al fondo del avión. Todo parecía de juguete. Los asientos eran más cómodos que los de un autobús, aunque imagino que no tanto como los de un vuelo comercial normal... En cualquier caso, eso era lo que menos me preocupaba. Nada más entrar en el avión estaba con los nervios a flor de piel. Era mi primer vuelo y no paraba de imaginarme lo peor: seguro que pasa algo, nos estrellamos y morimos todos. Mis amigos me dijeron que tu primer despegue era decisivo: si te gustaba, perfecto; si no te gustaba, jamás te volverá a gustar despegar en un avión. "Yo ya casi ni me doy cuenta", me decía uno de ellos. Y allí estaba yo, nervioso perdido, sentado en mi sitio junto a la ventana.
En poco tiempo todo el avión se llenó de pasajeros y cerraron las puertas. Las azafatas (y azafatos) se pusieron a lo largo del avión para explicar las medidas de seguridad en caso de despresurización o de aterrizaje de emergencia. Esto no hizo más que aumentar mi nerviosismo y los carteles con las instrucciones para situaciones de
emergencia que había en frente de cada asiento no ayudaban a paliar esa sensación.
Poco después, el avión comenzó a moverse. Los móviles, apagados. La luz del cinturón
de seguridad estaba encendida y los azafatos revisaron que todo el mundo lo llevaba bien abrochado. Mis nervios se mantenían constantes y no dejaba de hacer mis oraciones mientras el avión realizaba un paseo por las pistas del aeropuerto. "¿Pero cuando vamos a despegar?", me preguntaba. Cada vez que el avión recorría la pista en línea recta me decía a mí mismo: "Ahora es el momento: estamos a punto de despegar." ¡Qué equivocado estaba! Cuando ya me había acostumbrado a ese paseíto por las pistas, el avión dió un giro de 180º. Comenzó a marchar hacia delante y, de repente, dió un acelerón que me pegó al asiente. ¡Ahora sí! ¡Ya íbamos a despegar! En ese momento comprendí que eso no tenía que ver con el paseíto que dimos antes. Notaba perfectamente la potencia del motor y de cómo nos empujaba a todos nosotros hacia delante. El ruido que se escuchaba era bastante mayor y cada vez acelerábamos más y más. En ese punto, todos los nervios que había acumulado hasta el momento se fueron de golpe. Estaba eufórico por sentir aquel despliegue de potencia y energía. Estaba atento al 100% de todo lo que pasaba y todavía no habíamos despegado. Entonces, noté cómo las ruedas delanteras comenzaban a elevarse. ¡Ya casi estábamos en el aire! 3 segundos después, las ruedas traseras se despegaron del suelo. ¡Estábamos volando! La sensación era increíble. No podía estar más excitado. Sentía cómo la fuerza del avión que nos elevaba por los aires al tiempo que por mi ventana veía las luces de la ciudad allí abajo, haciéndose cada vez más pequeñas y distantes.
Estaba todo oscuro, ¡eran las 6 de la mañana! Pero al fondo, el cielo se estaba iluminando; estaba amaneciendo sobre Madrid. La escena era preciosa: miles de luces de la ciudad por debajo mía, el amanecer justo en frente y el avión elevándose con todo su poder sobre la ciudad. "Todavía no hemos atravesado la troposfera", me decía. Hasta que no la atravesáramos el avión no se estabilizaría y las posibilidades de estrellarse todavía seguían siendo altas. "Seguro que volamos un poco y nos estrellamos justo después de despegar. ¡No sería la primera vez que pasara!", no podía evitar pensar en lo peor. Así todo, ni siquiera esa leve sensación de temor me quitaban la emoción: ¡me lo estaba pasando genial!
No había dormido en toda la noche y tenía bastante sueño, sin embargo, la emoción del momento me impedían dormir. Mis amigos se quedaron durmiendo poco después de despegar, pero yo era incapaz de hacerlo mientras me deleitaba con el paisaje que se veía desde el avión. Todo se veía como en el Google Earth, pero diractamente a través de mis propios ojos. Hacía una buena mañana en Madrid y el cielo estaba despejado, con lo que el panorama era estupendo. Finalmente alcanzamos la altura de vuelo, ¡11 kilómetros de altitud! Y yo no podía estar más feliz. Estaba volando por primera vez en mi vida en avión y la experiencia fue inolvidable. La sensación de estar en una cámara presurizada rodeada de aire a baja presión era batante emocionante. A tan solo unos centímetros de mi mano apoyada en el cristal de la ventana estaba el cuasi-vacío de la estratosfera. Y mientras los casi 200 pasajeros tan tranquilos durmiendo y descansando en el avión con rumbo a París.
En cierto momento, llegamos hasta el mar. Vi cómo dejabamos la tierra atrás y empezábamos a sobrevolar por el Oceáno Atlántico. Era más aburrido que sobrevolar la tierra firme, porque siempre se veía lo mismo, pero la idea de estar volando por encima del mar, me resultaba muy emocionante. Durante su travesía por el mar, la trayectoria recta del avión se vió alterada por un leve giro que no redireccionó hacia nuestro destino final: el aeropuerto de Beauvais. De nuevo, regresamos al continente, pero esta vez una densa capa de nubes lo cubría todo. Francia estaba nublada. Esto también era bastante aburrido, pero la idea de estar por encima de las nubes pasando olímpicamente del mal tiempo, me gustaba mucho. Al poco tiempo, el comandante de la aeronave se dirigió a los pasajeros. Nos comentó que había llegado el momento de descender para aterrizar en nuestro destino y que la hora estimada de llegada iba a ser antes de lo previsto. Nos informó del estado del tiempo en Beauvais (nublado y a punto de llover) y nos reconfortó comentándonos que en París el tiempo no era tan malo como allí (muy majo el tío). Poco después el morro del avión se inclinó hacia abajo: comenzábamos el descenso.
Durante el vuelo había estado muy tranquilito, pero ahora faltaba el aterrizaje, que era el otro momento crítico junto con el despegue. De nuevo las ideas de fatalidad inundaban mi mente. "Seguro que al aterrizar algo falla y también nos estrellamos. Sólo espera a que empecemos a atravesar las nubes". En realidad, cuando empezamos a atravesar la densa capa de nubes que lo cubría todo me asusté un poco, puesto que el avión hizo algunas turbulencias que provocaron altibajos en la trayectoria del mismo. No estaba acostumbrado a estas cosas y no sabía si esto era normal, pero al ver la tranquilidad de todos los pasajeros, el susto se me pasó y empecé a disfrutar realemente del descenso. Me encantaba la idea de atravesar la capa de nubes. Me fijaba en como el ala del avión las iba rozando poco a poco mientras nos acercábamos más y más. De vez en cuando el avión daba algunos giros para corregir la trayectoria. Estos giros me gustaban mucho. Eran tan suaves... Nada que ver con los coches o los autobuses. Cuando circulas en carretera, los movimientos son siempre muy pronunciados y te mueves mucho, sin embargo, en el avión los movimientos son muy suaves... Es muy agradable.
De repente, las nubes que envolvían todo el avión comenzaron a deshacerse. Las dejamos por arriba nuestra y por fin pude divisar desde el avión el suelo de Francia. Esta era la primera vez que volaba tan bajo de día. En el despegue todavía era de noche, por lo que lo único que veía eran las luces de la calle. Ahora podía observa con claridad todos los detalles del territorio. Sobrevolábamos por unos campos de cultivo intercalados por carreteras en las que se podían apreciar los vehículos en movimiento. Era como en el videojuego Sim City, pero de verdad. No lucía el sol, pues estaba nublado y todo se veía gris. No llovía, pero todo estaba húmedo pues seguramente habría llovido hace poco. Desde la perspectiva de mi pequeña ventana no podía adivinar dónde se encontraba el aeropuerto. Me estaba preocupando, ya que llevábamos 10 minutos sobrevolando aquella zona y todavía no se veía la pista de aterrizaje. "¿Se habrá perdido el piloto con tantas nubes y ahora se ha dado cuenta de que el aeropuerto está demasiado lejos?", pensaba. Unos minutos después, el avión comenzó a acercarse de nuevo a tierra. Ya estábamos llegando. Por fin pude ver la pista del aeropuerto, el avión estaba a punto de aterrizar. "Este es el momento más delicado. Espero que todo salga bien.", me decía a mí mismo. Y allí estábamos sobre la pista, muy muy cerquita del suelo. "Estamos a punto de tocar tierra, pero ¡vamos muy rápido!". Con una fuerza increíble, las ruedas tocaron la pista y el avión hizo un aterrizaje perfecto a una velocidad que desde mi inexperiencia me pareció bastante alta. Lógicamente, esa velocidad era la habitual en todo aterrizaje comercial, sin embargo me sorprendió la fuerza con que ésta se producía. Acto seguido, el avión comenzó frenar bruscamente. No tan brusco como frena un coche, todo era mucho más suave. Sin embargo, sí que era lo suficientemente brusco como para darte cuenta de que no sólo era debido al rozamiento con el suelo, sino que había más fuerzas implicadas. Como la de las alas del avión, que habían levantado sus alerones al máximo para oponer la mayor resistencia al viento.
Y al fin llegamos a Beauvais. Justo cuando llegamos, sonó el sonido de una trompeta triunfal por los altavoces del avión, y como habíamos llegado con 10 minutos de antelación, se enorgulleceron de anunciar que RyanAir era la compañía más puntual del mercado y que estos 10 minutos de antelación no eran pura casualidad. Esto me hizo mucha gracias.
Beauvais es un aeropuerto muy pequeño. Se dice que es el 3º de París después del de Charles de Gaule y del de Orly (que son bastante más grandes y están mucho más cerca de la ciudad), aunque en realidad, Beauvais es el más antiguo de los tres. En cualquier caso, después de haber estada en Barajas con sus instalaciones y terminales inmensas, Beauvais nos parecía una broma. Para empezar, para salir del avión pusieron unas escaleritas desde las puertas del mismo para que bajáramos a la propia pista y fueramos caminando por ella hasta la terminal. Todo lo contrario que en Madrid, donde se accedía al avión a través de una pasarela. Nosotros, que íbamos con ropa de verano (nunca llegamos a imaginar que haría tanto frío por allí), nos quedamos helados durante el breve trayecto al descubierto.
Y llegamos a la terminal. En una sala relativamente pequeña, todos los psajeros del avión estuvimos esperando ante la única cinta transportadora a que apareciera nuestro equipaje por allí. No tardó mucho en aparecer. De momento, la mayoría de la gente que había por allí hablaba en español, pero ¡estábamos en Francia! Todos los carteles en francés, los operarios del aeropuerto hablando en otro idioma... Sin darme cuenta, había entrado en un país distinto. Y no poco a poco, como suele pasar en las regiones fronterizas en las que ambos lados se influyen el uno al otro, sino de golpe, como quien no quiere la cosa. Me encontrabá allí, en mitad de Francia. Fue una sensación bastante curiosa.
Tras coger el equipaje, salimos de aquella sala y nos dirigimos hacia otro autobús más. Habíamos llegado a Francia, pero todavía quedaban un par de horitas antes de llegar a París. Por suerte, no tuvimos que esperar colas para coger nuestro billete de autobús, ya que lo sacamos por Internet dos días antes. Así que, pudimos pasar directamente. Y allí estábamos. En mitad de un aeropuerto minúsculo esperando a que el autobús nos llevara hacia nuestro destino final, PARÍS.